encuentros

Con mucha frecuencia coincido por la calle con la Lole. Calculo que debemos de vivir muy cerca. Son tan frecuentes los encuentros que esta mañana me ha sonreído. Un gesto en el que yo he querido leer un cierto grado de complicidad. Imagino que más de una vez me ha sorprendido mirándola intensamente mientras me venían a la mente momentos ya muy lejanos en los que su voz era presencia desatacada en la correspondiente banda sonora. Quién sabe, a lo mejor ha adivinado de alguna manera que viajó a tierras más frías en una antigua casette junto a otra de Camarón, y que sus voces alegraban las mañanas lluviosas de un bajo a las afueras, cuyos alicientes principales consistían en el disfrute de un jardín un poco umbrío, la posibilidad de que se inundara con alguna subida del Rin (porque los vecinos del barrio se negaban a poner barreras en sus hermosas orillas) y la amabilidad de la casera que, cuando hacía una de sus curas de ajo, guardaba con rigor dos metros de distancia en unas conversaciones que acababan pareciendo más danzas rituales que mero intercambio de palabras. Puede que también haya adivinado que fue la causa de alguna divertida desavenencia conyugal: mi novio de entonces, de un país de Oriente Medio, tenía la dramática costumbre de enfadarse cuando yo escuchaba “Habbibi” berreando entusiasmada, porque, según decía, eso no era ni árabe ni ná, y yo me limitaba a encogerme de hombros sin interrumpir mi actividad. No sé, se me ocurre también que todo esto se lo podría contar la próxima vez que me la encuentre. Pero sé que no lo haré. Y me pregunto por qué en su lugar necesitamos lanzar este tipo de historias al mar virtual en el que nadan tantas ficciones.

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