Los que abandonan Omelas
LOS QUE ABANDONAN OMELAS
Ursula K. Le Guin
Ursula K. Le Guin
***
Con un clamor de campanas que impulsó a las golondrinas a levantar el vuelo, el
Festival del Verano llegaba a la ciudad de Omelas, que descollaba radiante junto
al mar. En el puerto, los aparejos de los barcos destellaban con banderas. En
las calles, entre las casas de rojos tejados y pintadas tapias, entre los
viejos jardines donde crece el musgo y bajo los árboles de las avenidas; frente
a los grandes parques y los edificios públicos desfilaba la multitud. Decorosos
ancianos con largas túnicas rígidas malva y gris; graves y silenciosos
artesanos, alegres mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar. En
otras calles, la música sonaba más veloz, un trémulo de batintines y panderetas
y la gente iba bailando; la procesión era una danza. Los niños correteaban de
una parte a otra y sus gritos se alzaban sobre la música y los cantos como el
vuelo cruzado de las golondrinas. Todos los desfiles serpenteaban hacia el
norte de la ciudad, donde en la gran vega llamada Verdes Campos, chicos y
chicas, desnudos en el luminoso aire, con los pies, los tobillos y los largos y
ágiles brazos salpicados de lodo ejercitaban a sus inquietos caballos antes de
la carrera. Los caballos no llevaban ningún tipo de pertrecho, sólo un ronzal
sin bocado. Las crines trenzadas con cordones de plata, oro y verde. Resoplaban
por los dilatados ollares, hacían cabriolas y se engallaban. Al ser el caballo
el único animal que había adoptado nuestras ceremonias como propias, se hallaba
muy excitado. A lo lejos, por el norte y el oeste, las montañas se alzaban
sobre la bahía de Omelas casi envolviéndola. El aire de la mañana era tan
límpido que la nieve, coronado aún los Ocho Picos, despedía reflejos oro y
blanco a través de las millas de aire iluminado por el sol, bajo el azul
profundo del cielo. Soplaba el suficiente viento como para que los gallardetes
que marcaban el curso de la carrera ondearan y chasquearan de vez en cuando. En
el silencio verde de la amplia vega se oía la música que recorría las calles de
la ciudad, y de todas partes y acercándose siempre, una alegre fragancia de
aire que de vez en cuando se acumulaba y estallaba con el gozoso repique de las
campanas.
¡Gozoso! ¿Cómo se puede explicar el gozo? ¿cómo describir a los habitantes de
Omelas?
No eran personas simples, aunque si felices. Pero no pronunciaremos más
palabras de alabanza. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Al proceder a
una descripción como ésta, uno tiende a hacer ciertas suposiciones, a dar la
impresión de que busca un rey montado en un espléndido corcel y rodeado de
nobles caballeros, o quizás en una litera dorada conducida por altos y
musculosos esclavos. Pero no había rey. No usaban espadas ni poseían esclavos.
No eran bárbaros. Desconozco las reglas y leyes de su sociedad pero sospecho
que eran singularmente escasas. Al igual que se regían sin monarquía ni
esclavitud, tampoco necesitaban la bolsa de valores, la publicidad, la policía
secreta y la bomba. Sin embargo, repito que no era un pueblo simple; nada de
dulces pastores, nobles salvajes ni blandos utópicos, ni menos complejos que
nosotros. El mal estriba en que nosotros poseemos malos hábitos, animados por
pedantes y sofisticados empeñados en considerar a la felicidad como algo
estúpido. Sólo el dolor es intelectual. Sólo el mal es interesante. Es la
traición del artista: la negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible
fastidio del dolor. Si no puedes morder no enseñes los dientes. Si duele,
vuelve a dar. Pero alabar el desespero es condenar el deleite; aceptar la
violencia es perder la libertad para todo lo demás. Nosotros casi la hemos
perdido; ya no podemos describir la felicidad de un hombre ni manifestar una
alegría. ¿Cómo definir al pueblo de Omelas? No eran cándidos ni niños felices -
aunque a decir verdad, sus hijos si lo eran - sino adultos maduros,
inteligentes, apasionados, cuya vida no era desventurada. ¡Oh milagro! Mas,
¡ojalá supiera explicarlo mejor y convencerles! Omelas produce la impresión,
según mis palabras, de un país de un cuento de hadas: érase una vez hace mucho
tiempo. Quizá fuera mejor que se lo imaginaran según su propia fantasía,
teniendo en cuenta que me pondría a la altura de las circunstancias, pues lo
que si es cierto es que no puedo armonizar con todos. Por ejemplo, ¿qué pasaba
con la tecnología? Creo que no había coches ni helicópteros ni en las calles ni
por encima de ellas, como lógica consecuencia de que el pueblo de Omelas era
feliz. La felicidad se basa en una justa discriminación de lo que es necesario,
de lo que no es ni necesario ni destructivo y de lo que es destructivo. Sin
embargo, en la categoría intermedia - la de lo innecesario pero no destructivo,
la del confort, lujo, exuberancia, etc. -, podían perfectamente poseer
calefacción central, ferrocarriles subterráneos, máquinas lavadoras y toda
clase de maravillosos ingenios que aún no se han inventado aquí; fuentes
luminosas flotantes, poder energético, una cura para los catarros comunes o
nada de eso; no importa, como lo prefieran. Me inclino a pensar que las
personas que han estado viniendo a Omelas desde todos los puntos de la costa
durante estos últimos días antes del Festival, lo hicieron en pequeños trenes
muy rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de ferrocarriles de
Omelas es el edificio más bello de la ciudad, aunque más sencillo que el
magnifico Mercado Agrícola. Pero aún, concediendo que hubiera trenes, temo que,
hasta ahora, Omelas produzca en algunos de mis lectores la impresión de una
ciudad gazmoña y cursilona. Sonrisas, campanas, desfiles caballos, garambainas.
En tal caso, agreguen una orgía. Si les sirve una orgía no vacilen. No
obstante, no le pongamos templo que, con hermosos sacerdotes y sacerdotisas
desnudos, casi en éxtasis, se hallen dispuestos a copular con quien sea, hombre
o mujer, amante o extraño, por el deseo de unión con la profunda divinidad de
la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero sería mejor no levantar templos
en Omelas, por lo menos templos habitados. Religión, si. Clero, no. Por
supuesto, los hermosos desnudos pueden deambular ofreciéndose como divinos
suflés al hambriento del éxtasis de la carne. Que se incorporen a los desfiles.
Que repiquen las panderetas sobre las cópulas y la gloria del deseo se proclame
sobre los batintines y (un punto muy importante) que los vástagos de esos
deliciosos rituales sean amados y atendidos por todos. Sé que en Omelas hay
algo que nadie considera delito. Pero, ¿Que puede ser? Al principio pensé si no
serian las drogas, pero eso es puritanismo. Para los que les gusta, la tenue y
persistente fragancia del drooz perfuma las calles de la ciudad; el drooz, que
al principio otorga una gran lucidez mental y fuerza a los miembros, y
finalmente maravillosas visiones con las que penetras en los misterios y
secretos más profundos del universo a la vez que excita el placer del sexo
hasta lo indecible; y no crea hábito. En cuanto a los gustos más modestos, creo
que debería ser la cerveza. ¿Qué otra cosa incumbe a la jubilosa ciudad? Sin
dudad, la sensación de la victoria, la evocación del valor. Sin embargo, si
suprimimos al clero, procedamos igual con los soldados. El júbilo que se erige
sobre crímenes impunes no es verdadero júbilo; nunca lo será; es horrendo e
inútil. Una satisfacción ilimitada y generosa, un magnífico triunfo que se
experimenta no contra un enemigo de fuera, sino por la comunión de las almas
más delicadas y hermosas de todos los hombres y el esplendor del verano del
mundo es lo que inunda el corazón de los habitantes de Omelas y la victoria que
celebran es la de la vida. En realidad, no creo que necesiten drogarse.
Casi todos los desfiles habían llegado ya a los Verdes Campos. Un delicioso
aroma de manjares surge de las tiendas rojas y azules de los abastecedores. Las
caras de los niños pequeños están llenas de graciosos pringues; en la afable
barba gris de un hombre, se han enredado unas cuantas migas de un rico pastel.
Los muchachos y muchachas han montado en sus caballos y comienzan a agruparse
en la línea de salida. Una anciana, pequeña, gorda y sonriente, distribuye
flores que saca de una cesta y un joven alto las prende en su cabello. Un niño
de nueve o diez años se sienta al borde de la multitud, solo, jugando con una
flauta de madera. La gente se detienes a escuchar y sonríe, pero no le hablan
pues nunca deja de tocar ni tampoco los ve; sus ojos negros están totalmente
absortos en la dulce y tenue magia de la melodía.
Termina y lentamente alza las manos sosteniendo la flauta de madera.
Como si ese breve y reservado silencio fuese una señal, se oye de pronto el
toque de una corneta que surge del pabellón junto a la línea de partida:
imperioso, melancólico, penetrante. Los caballos se alzan sobre sus esbeltas
patas traseras y algunos relinchan como respuesta. Con semblante sereno, los
jóvenes jinetes acarician el cuello de sus monturas y las calman susurrando:
«Tranquilo, tranquilo, no te preocupes, todo saldrá bien, mi beldad, mi
ilusión…» Ocupan sus puestos en la línea de salida. A lo largo de la pista, los
espectadores son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de
Verano ha comenzado.
¿Lo creen? ¿Aceptan el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces,
permítanme que lo describa una vez más.
En el subsuelo de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o tal vez
en el sótano de una de sus espaciosas casas particulares hay un lóbrego
cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave y carece de ventanas. Una tenue
luz se filtra polvorienta entre las rendijas de la carcomida madera y que
procede de un ventanuco cubierto de telarañas de algún lugar del otro lado del
sótano. En un ángulo del cuchitril un par de fregonas, con las bayetas tiesas,
pestilentes, llenas de grumos, están junto a un balde oxidado. El suelo está
sucio, pegajoso como es habitual en un sótano abandonado. El cuarto tiene tres
pies de largo por dos de ancho: un simple armario para guardar las escobas y
los enseres en desuso. En el cuarto hay un niño sentado. Podría ser un niño o
una niña. Aparenta unos seis años pero en realidad tiene casi diez. Es
retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la
desnutrición y el abandono. Se hurga la nariz y de vez en cuando se manosea los
dedos de los pies o los genitales mientras se sienta encorvado en el rincón más
alejado del balde y de las bayetas. Les tiene miedo. Las encuentra horribles.
Cierra los ojos pero sabe que las fregonas siguen ahí, erguidas, y la puerta
esta cerrada y nadie acudirá. La puerta siempre esta cerrada y nunca viene
nadie salvo en ciertas ocasiones - la criatura no tiene noción del tiempo y los
intervalos - en que la puerta cruje espantosamente, se abre y asoma una o
varías personas. Entra una sola y de un puntapié le obliga a levantarse. Los
otros jamás se le acercan sino que lo observan con ojos de horror y asco. La
escudilla de comida y el jarro de agua se llenan rápidamente, se cierra la
puerta, los ojos desaparecen. La gente que está en la puerta nunca habla pero
el niño, que no siempre ha vivido en el cuarto de los trastos y recuerda la luz
del sol y la voz de su madre, a veces habla: «Por favor, sáquenme de aquí. Seré
bueno.» Jamás le responden. Por las noches el niño gritaba pidiendo auxilio,
gritaba muchísimo, pero ahora se limita a un débil quejido y cada vez habla menos.
Está tan flaco que las piernas carecen de pantorrillas y tiene el vientre
hinchado; solo se alimenta una vez al día con media escudilla de gachas con
sebo. Va desnudo. Las nalgas y muslos son una masa de dolorosas llagas pues
continuamente está sentado sobre su propio excremento.
Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelas. Algunos han ido a verlo,
otros se contentan únicamente con saber que está allí. Todos saben que tiene
que estar. Algunos comprenden la razón, otros no pero ninguno ignora que su
felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de sus amigos, la salud de sus
hijos, la sabiduría de sus becarios, la habilidad de sus artesanos, incluso la
abundancia de sus cosechas o el esplendor de su cielo dependen por completo de
la abominable miseria de ese niño.
Se lo explican a los niños de ocho a diez años, siempre que estén capacitados
para comprender, y casi todos los que van a verle son adolescentes, aunque con
cierta frecuencia también un adulto acude y vuelve para ver al niño. Por muy
bien que se lo expliquen, al verlo experimentan un asco que habían creído
superar. A pesar de todas las explicaciones se les advierte furiosos,
ultrajados, impotentes. Quisieran hacer algo por el niño, pero todo es inútil.
¡Qué hermoso sería si sacaran al sol a esa criatura, la limpiaran, le dieran de
comer, la cuidasen. ¡Pero si alguien lo hiciera, ese día y a esa hora, toda la
prosperidad, la belleza y la dicha de Omelas quedarían destruidas. Esas son las
condiciones. Cambiar todo el bienestar y la armonía de cada vida de Omelas por
esa sola y pequeña rehabilitación: acabar con la felicidad de millares a cambio
de la posibilidad de hacer feliz a uno: pero eso sería, por supuesto, reconocer
la culpa, admitir el delito.
Las condiciones son estrictas y terminantes; no debe dirigirse al niño una sola
palabra amable.
A veces los jóvenes regresan a sus casas llorando o con una furia sin lágrimas
cuando han visto al niño y se han enfrentado a esa terrible paradoja. Tal vez
meditan sobre ello, semanas y años, pero a medida que transcurre el tiempo
comienzan a darse cuenta de que aunque soltaran al niño, de poco le serviría su
libertad; sin duda, una ligera, vaga satisfacción por el cuidado humano y el
alimento, pero muy poco más. Se halla demasiado degradado e imbécil para
comprender la auténtica felicidad. Ha estado asustado demasiado tiempo para
librarse del miedo. Sus costumbres son demasiado zafias e inciviles para que
responda al trato humano. En efecto, después de tanto tiempo probablemente se
sentiría infortunado sin los muros que lo protegen, sin la oscuridad para sus
ojos, sin el propio excremento para sentarse. Sus lágrimas, ante la amarga
injusticia, secan cuando empiezan a percibir la terrible justicia de la
realidad y acaban aceptándola. Sin embargo, tal vez sus lágrimas y su rabia, el
intento de su generosidad y la aceptación de su propia impotencia son la
verdadera causa del esplendor de sus vidas. Su felicidad no es vacua e
irresponsable. Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la
compasión. La existencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen
posible la elegancia de su arquitectura, el patetismo de su música, la
profundidad de su ciencia. A causa del niño son tan amables con los niños.
Saben que si ese desdichado no lloriquease en la oscuridad, el otro, el
flautista, no tocaría esa alegre música mientras los jóvenes jinetes se ponen
en filas sobre sus beldades para la carrera que se celebra la primera mañana de
estío.
¿Qué piensan ahora de ellos? ¿No son más dignos de crédito? Pero todavía tengo
algo más que contarles, y esto es totalmente increíble.
A veces, un adolescente, chico o chica que va a ver al niño, no regresa a su
casa para llorar o enfurecerse, no, en realidad no vuelve más a su hogar.
Otras, un hombre o mujer de mas edad cae en un mutismo absoluto durante unos
días. Bajan a la calle, caminan solos y cruzan sin vacilar las hermosas puertas
de Omelas. Siguen andando por las tierras de labrantío. Cada uno va solo, chico
o chica, hombre o mujer. Anochece; el caminante pasa por las calles de la
ciudad, ante las casas de ventanas iluminadas, y penetra en la oscuridad de los
campos. Siempre solos, se dirigen al Oeste o al Norte, hacia las montañas.
Prosiguen. Abandonan Omelas, siempre adelante, y no vuelven. El lugar adonde van
es aún menos imaginable para nosotros que la ciudad de la felicidad. No puedo
describirlo, en absoluto. Es posible que no exista. Pero parece que saben muy
bien adónde se dirigen los que se alejan de Omelas.
FIN
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