Manolo, Lou y los bosquecillos







    
Una caprichosa conjunción se ha llevado casi a un tiempo a dos cantantes que ocupan un puesto importante en el ranking de los cuarenta principales de la emisora de mi vida.
     Se fue Manolo Escobar. Hombre de patillas entrañables que sirvieron de modelo a muchos de los hombres de la época, español que encandilaba a las mujeres cuando declaraba su amor a su Anita, alemana, creo, por lo demás. Allá por aquel entonces cuando las faldas de las mujeres empezaban a acortarse y cuando algunas, en un acto mucho más significativo, creo yo, se atrevieron a ponerse pantalones. Sus canciones acompañaban el rito familiar de los domingos soleados del verano, a veces a orillas del río, otras, en un claro de un bosquecillo de encinas cercano a la ciudad. Sardinas asadas para el almuerzo. Chuletillas para la comida. Una casete de Manolo Escobar sonaba en un Philips portátil, que permitía rebobinar y avanzar con una tecla empujándola a la izquierda o a la derecha: empezaban a vislumbrase opciones por aquel entonces. 
     Resuena la voz de mi padre cantando  “con un beso que le di en el puerto”,  quizá la más salvaje del repertorio, justo cuando las chuletillas estaban casi listas. Reconozco que yo prefería (y esa debilidad aún me caracteriza) a Peret. Y que aprovechaba el humo y la algarabía del mediodía para cambiar la cinta en cuanto podía.
    El domingo también murió Lou Reed. Ese que se convirtió para los hijos y las hijas de los hombres con patillas y las mujeres que se atrevieron con los pantalones en otra promesa: más allá del bosquecillo de encinas existía un mundo inabarcable y salvaje, en el que las prohibiciones de ponerse minifalda sólo eran letras de ficciones protagonizadas por los que quizá, sólo quizá, habían extraviado sus carros en la espesa neblina que duraba ya cuarenta años.
    Lou Reed nadaba en antros oscuros en los que las quinceañeras se soltaban el pelo para parecerse a la del carnet prestado de dieciocho; Lou Reed era también la emoción amarilla de las mañanas en una habitación de estudiante en la que los rayos de sol entraban por dos ventanas enfrentadas para encontrarse encima de un colchón sobre un somier sin patas, acto este de acortamiento probablemente casi tan simbólico como el de ponerse pantalones. Creo que el reproductor en el que sonaba mi casete del Transformer era el mismo en el que atronaba la historia de un carro robado en ese bosquecillo de mis cuentos y mis realidades infantiles.

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