En el hamman (fragmento de La huella de las ausencias. un relato sobre Walada)
Las conversaciones en el
hamman público cercano al alcázar, que yo había evitado las pocas veces que no
utilizaba el de mis anteriores residencias, dejaron de parecerme parloteos
desdeñables de charlatanas y chismosas. Las mujeres allí no sólo acudíamos para
limpiar y embellecer nuestro cuerpo. El agua de los baños depuraba también los
desechos de las almas. En sus recintos se suspendían durante unas horas las
leyes que regían nuestra actuación en el mundo externo. La luz que se filtraba
por los lucernarios proporcionaba a las estancias una apacible atmósfera en
semipenumbra. Me sorprendí al descubrir cómo allí se sellaban, a veces,
verdaderos pactos de lealtad. Como en el mundo de afuera. Como en el de ellos.
En la sala de vapor se desdibujaban los contornos de los cuerpos confundidos
con el zumbido que amalgamaba sus voces y el sonido del agua. Las mujeres masajeaban
mutuamente sus cuerpos. Algunos necesitaban alivio para la sensación que quedaba en ellos
tras haber sido usados en las noches para la mera satisfacción de las
necesidades de sus esposos. Otros precisaban ternura para curar los golpes con
los que se habían castigado sus actos de desobediencia o de insumisión. El
ritual les servía a muchos de los cuerpos de preparación para el disfrute en la
velada que se avecinaba. Allí, los talles no eran de palmera, las mejillas no
siempre podían competir con las rosas y eran muchos los ojos que habían perdido
el brillo y la inocencia. Pero, al lado de esos ojos reales, cualquier pupila
de gacela resultaba insulsa. Algunas miradas habían ganado la profundidad de
haber aprendido de las experiencias, mientras que otras se habían vaciado a
golpe de desdichas. Mujeres grandes, pequeñas, morenas y pálidas, gordas,
flacas, viejas, núbiles, mujeres de largas cabelleras negras o cubiertas de
canas de años o de sufrimiento, mujeres
alegres y amargadas, locuaces o reservadas, hermosas mujeres de piel arrugada y
hermosas mujeres de piel tersa en la plenitud de su belleza soñando con una
suerte diferente a la que algunas viejas les vaticinaban. Orondos cuerpos de
mujeres riendo a carcajadas desde el centro de sus vientres deformados y estriados
por los partos para conjurar sus cadenas cotidianas. Enjutos cuerpos de viejas,
con rostros de ojos pícaros y sagaces, que escandalizaban a las jóvenes con sus
relatos obscenos. Allí, las mujeres podían descargar en palabras, en risas, en
llantos o en silencios las alegrías y los sinsabores de su vida cotidiana. Por
unas horas se desprendían del sagrado deber de satisfacer las necesidades de
los otros. Mostraban hastío hacia los caprichos de sus esposos, se quejaban de su
falta de atención, se burlaban de su torpeza, de su ignorancia, de su debilidad
o de sus vicios. Se vanagloriaban de la suerte que habían tenido con ellos, alardeando de
su riqueza o de sus habilidades amatorias, mostrando agradecimiento hacia su
comprensión, su generosidad o su sabiduría. Allí expresaban su enojo por las
insatisfacciones o las frustraciones de sus realidades o el alborozo por su
felicidad, compartían esperanzas o articulaban sus temores a ser desplazadas
por la elección de otras esposas o a ser repudiadas. Frecuentemente bromeaban
con las tragedias cotidianas propias y ajenas haciendo así más livianas las
sombras que se engrandecían entre los muros de los hogares. De sus bocas, de
sus manos se derramaban confidencias, consejos y consuelo. ¿Cómo escribirlas?
¿Qué metáforas usar para cincelar sus cuerpos en poemas? ¿Qué ritmos, qué
rimas, qué metros escoger para dar cauce a los torrentes de sus voces? ¿Cómo
escribirme a mí, que las contemplaba desde mi cárcel de mujer sin cadenas?
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