Noche de San Juan


Aunque a medida que me hago vieja les veo cada vez más sentido, lo cierto es que tengo pocos rituales propios. Uno de ellos es el papel congelado: a veces, cuando alguien me da mucho la lata, escribo su nombre en un papel y lo meto en el frigorífico. Pura magia blanca. El objetivo no es que a esa persona le pase nada malo, sino únicamente que se vaya de mi cabeza y deje de ocupar mi tiempo, mis pensamientos y mis emociones.


Pero el verdadero rito para mí es el de la noche de San Juan. Tan importante que no imagino una noche de 23 de junio sin realizarlo de algún modo. El fuego también ayuda a que lo indeseado se vaya. Como el hielo.

Este año se da la circunstancia de que vivo en una casa antigua en un lugar en el que no se celebra. Encima de mí vive una tierna mujer, ya mayor, la dueña de la casa, con la que mantengo excelentes relaciones, pero a la que aún conozco poco y a la que no le he hablado de la importancia que tiene para mí la noche de San Juan ni de mis intenciones de celebrar el rito.
El lugar ideal para mi pequeño fuego era, evidentemente, el jardín. Para acceder a él hace falta bajar dos tramos de escaleras y atravesar el sótano. La casa es del 1900. Los suelos de madera crujen de modo inevitable al menor movimiento. Así que, intentando hacer el mínimo ruido posible, he bajado muy despacio y con cuidado, descalza y a oscuras. Con el alma un poco en vilo pensando en lo surrealista de la situación si de pronto M., que tiene mucho miedo a que entren a robar, escuchara ruidos, se asustase y me sorprendiese deambulando a oscuras por los bajos de la casa a esas horas tan intempestivas para ella y haciendo cosas tan extrañas. Cuando he abierto el portón, me he dado cuenta de que me había dejado el mechero. Al dar la vuelta, he olvidado los escalones de acceso y me he tropezado, empujando con la mano y tirando al suelo la cesta de las pinzas y el jabón para la colada. Todo ello ha quedado esparcido por el suelo. Además, al intentar en vano agarrarme, me he dado un latigazo terriblemente doloroso en el hombro, lesionado hace meses, por lo demás. En ese momento ha aparecido Charles, el gato de la casa, y se ha puesto a maullar. Finalmente he conseguido entrar en mi casa y recuperar el mechero. Ha costado un poco acordarme de dónde lo había dejado. Y era una situación "grave" porque era el único que tenía. Por fin he podido sentarme en el lugar escogido y empezar a quemar los papeles en los que he escrito lo que deseo que desaparezca de mi vida. Es de crucial importancia que todo quede reducido a cenizas y no quede el mínimo trocito sin quemar. Lo que no ha sido tarea fácil, porque hoy no ha parado de llover en todo el día y todo estaba increíblemente húmedo. Lo que también ocasionaba que se generara mucho humo. En realidad en una cantidad desproporcionada, según me parecía. Y que oliera a quemado como si se estuviese incendiando la Selva Negra. Alguien ha estornudado en esos momentos. Me ha dado un susto de muerte. De pronto he vuelto a pensar en la posibilidad de nuevo de que los vecinos de al lado, muy amigos de M., pudiesen verme haciendo una pequeña hoguera a escondidas en el jardín a medianoche. Finalmente, a trancas y barrancas, he conseguido que se quemaran los papeles. Se me ocurrió que ya que el ritual estaba siendo tan heterodoxo, podría innovar aún más enterrando las cenizas. Puede que eso le añadiera eficacia. Y sobre todo, de ese modo se evitaba que quedase rastro. Cuando estaba mezclando la ceniza con la arena, he cogido una caca del gato. Probablemente de Charles. De vuelta a casa he pensado en el valor metafórico de algunos de los elementos de este ridículo episodio. Así son probablemente los caminos hacia la luz.

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