Pies





Un hombre no es más que un árbol que se enamoró del horizonte, y para alcanzarlo arrebató sus raíces a la tierra para anclarlas en el aire. El pie es un mestizo, mitad raíz, mitad pájaro. En cada pisada, cada vez que se levanta del suelo, un pie echa a volar; y cuando se posa, vuelve a aferrase a la tierra de la que procede.



¿Qué tiempo, qué hora exacta marcan los pies con el ritmo de sus pisadas? Tic tac, tic tac. En el interior de la tierra hay un corazón telúrico y enorme; y los pies, que como fueron raíces conocen la tierra por dentro, no hacen más que reflejar su latido, tic tac, tic tac.



Una huella, una sola huella, es un cuenco en el que se cocina el futuro, el paisaje nuevo que hay tras cada recodo. Una huella es un recipiente de identidad; no hay dos huellas iguales. Y cuando se ponen una tras otra, tic tac, tic tac, se convierten en destino, se hace camino al andar. El pie es un obrero, un fabricante de huellas.



La única forma honesta de medir el mundo es pespuntear su contorno de líneas de huellas. Líneas de huellas sobre la nieve recién caída, sobre la arena de la playa, muy temprano, a solas los pies y el mar. Marcar en los mapas no autovías ni oleoductos ni fronteras, sólo líneas de huellas, como hileras de hormigas, como largas y minuciosas costuras que fijen el paisaje al cuerpo rocoso de la Madre. Construir a pie un mundo a la medida exacta del hombre.



Hay una alianza, un amor antiguo, entre los pies y la tierra a la que tatúan de huellas. Quizás un árbol no es más que un hombre cuyos pies amaron tanto la tierra que renunciaron al vuelo y se aferraron a ella.

Antonio J. Sánchez, Donde nadie oye mi voz, Sevilla: centro cultural Ángel Leiva, 2011

Foto: Miriam Palma

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